P. Manuel Morales, agustino, que conoció personalmente a Luminosa y tuvo oportunidad de trabajar codo a codo con ella en el ámbito del Movimiento de los Focolares. El décimo punto de la espiritualidad, la Iglesia, entrevistar a un religioso es una magnífica posibilidad de adentrarnos en la visión que la Sierva de Dios tenía de la Iglesia y cómo era su relación con religiosos, religiosas y sacerdotes.
P. Morales, ¿cuándo conoció a la Sierva de Dios?
Luminosa llegó a España en febrero de 1971 para ser responsable del Movimiento. Recuerdo que el otro responsable, Pier Lorenzo, nos aconsejó, con su pizca de ironía, que no la llamáramos «Luminosa», no fuese a aparecer un día con la cara seria; mejor, decía, llamarla por su nombre de pila, Margarita. No le hicimos caso, por supuesto. Entre otras razones, porque yo jamás vi esa cara seria.
Mis primeros recuerdos coinciden con las primeras reuniones de responsables del Movimiento, en los que yo participaba como coordinador de los religiosos vinculados al Movimiento.
¿Cual fue entonces su primera impresión de aquella joven de 29 años?
¡Una personalidad encantadora, feliz, que te hacía sentirte inmediatamente en familia! Te cuento.
Después de acompañar yo en cierta ocasión un día entero a una focolarina que venía de Chile buscando ayudas en Madrid por diversas instituciones, al volver al focolar me ofrecieron tomar algo en el recibidor… De pronto llegó Luminosa, y en un periquete anuló distancias y me hizo pasar al comedor con todas las focolarinas… Esos pequeños detalles de familia la caracterizaban. Sabía generar cercanía y unidad con una espontaneidad y una alegría únicas.
Admiré, en nuestros diálogos del equipo de responsables, su delicadeza exquisita. Cuando se producían divergencias en los pareceres, ella guardaba un silencio discreto para llevar después al grupo a una unidad mayor. Luminosa no necesitaba presentarse como «autoridad». Conquistaba a la gente con su sencillez. Gozaba de una simpatía arrolladora y un gran sentido del humor. En los intermedios de nuestras reuniones me pedía siempre algún chiste (me gusta el «oficio»), que ella celebraba a carcajada limpia, sonora, contagiosa.
Desde el punto de vista espiritual, ¿cuáles eran sus características?
Luminosa era una mujer de fe. Creía, sobre todo, firmemente en la presencia de Jesús en medio de «dos o más reunidos en su nombre». Jamás comenzaba una reunión sin tener esta presencia asegurada; lo primero para ella, una declaración explícita de amor recíproco. En la base de sus relaciones humanas reinaba su pasión por la unidad, por una vida evangélica gozosa, plena. Sencillísima en su vida de fe, las conversaciones que mantuve con ella tuvieron siempre un alto nivel espiritual. Era evidente, contagioso, su entusiasmo por Dios. Encantaba su humildad. Se consideraba solo el instrumento fraterno que deja pasar la luz del carisma.
Su relación con Luminosa partía del hecho que Ud. en ese momento era el coordinador de los religiosos vinculados al Movimiento de los Focolares. ¿Cómo veía Luminosa la Iglesia?
Dos apuntes. Cuando una joven del Movimiento Gen decidió entrar en una orden religiosa, hubo quien lamentó que aquella muchacha no hubiera elegido ser focolarina. A Luminosa, en cambio, la noticia le causó una gran alegría, y así lo manifestó abiertamente.
En los encuentros con nosotros, los religiosos, le gustaba destacar la «santidad de siglos» de las órdenes religiosas. Valoraba con suma delicadeza la historia de nuestras congregaciones porque, presentando el Carisma de la Unidad y, por tanto, el carácter renovador de su espiritualidad, podía infiltrarse indirectamente un juicio negativo sobre lo vivido en la historia de la Iglesia. De hecho, nosotros mismos hemos caído, a veces, en ese error por constatar los defectos, desconocer u olvidar el sacrificio de años y años de entrega y perseverancia en la vida religiosa. Luminosa insistía: ¡esa perseverancia es virtud! Y no era un cumplido lo que nos hacía, no. Era su convicción. Celebraba gozosamente el surgir de grupos parroquiales con el espíritu del Movimiento. Jamás le oí una crítica a los sacerdotes o a la Iglesia.
Muchos afirman que los diálogos con Luminosa tenían siempre un «algo especial». ¿Recuerda cómo eran esos diálogos?
¡Con mucha chispa y mucha vida! En sus conversaciones, incluso al teléfono y por asuntos concretos, Luminosa te daba siempre algo de sí misma, su última experiencia, lo que estaba viviendo. Su transparencia anulaba cualquier barrera, comunicaba abiertamente las cosas de Dios, y pasaba con toda naturalidad de presentar una meditación de Chiara –marcando el «tono» altísimo de un encuentro– a sentarse a la mesa y reír y disfrutar. ¡Pero que el chiste no ofendiese a nadie, por favor!
El año que le otorgaron el Premio Templeton a Chiara se preparó en el focolar una entrevista para un programa internacional de radio. Me pidieron asistir también a la entrevista para responder, si era el caso, a los aspectos más teológicos. ¡No abrí el pico, no hizo falta! Apenas los periodistas saludaron a esta mujer y le formularon dos o tres preguntas, vieron su fuerza, su verbo, su convicción… ¡y quedaron prendidos y encantados! El Espíritu Santo hace estas cosas. Luminosa no les había dado una información sobre el carisma de Chiara Lubich, se lo había servido en bandeja, vivo, lleno de luz. «¡Esta mujer –comentaban al salir– habla con su vida!»
Respecto a su etapa final, ¿cómo considera que vivió su enfermedad?
Comprobé entonces su heroicidad. Si estar con Luminosa era una fiesta en los primeros años, después, durante la enfermedad, admiré en ella una fuerza de león, el valor de quien no se rinde… Ya en Italia, en la fase última de su insuficiencia respiratoria, cuando intentaba yo apenas asomarme a su cuarto para saludar, ella quería saber de mi padre, de mi hermana monja… Se ahogaba, pero seguía preguntando… Creo firmemente que Luminosa era una gran enamorada de su mayor Amor, Jesús abandonado. No me pareció que la enfermedad le afectase al carácter. Con su gracia de siempre me comentaba cosas de su hermano Luis (llegado de Argentina), que, alejado de la Iglesia, recibía de ella breves «clases de religión». ¡En aquellas circunstancias, con su mascarilla, ocupada solo en amar! Un día que, a propósito de mi padre enfermo, le dije: «Ponemos todo en las manos de Dios», Luminosa me respondió inmediata: «¡Son las únicas decentes!»
Su relación actual con Luminosa.
Luminosa sigue viviendo entre nosotros. Encomiendo a ella todas las noches nuestros enfermos. Y sobre todo, es un «correctivo» permanente para mí. Recordarla me supone volver una y otra vez a ese Ideal de vida que ella encarnó tan sencilla y «luminosamente».